El Santísima Trinidad

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domingo, 28 de abril de 2013

La primera vela


Arriba, embarcación egipcia representada en una vasija del cuarto milenio a.C. Pueden apreciarse los remos, el entretejido de ramas a modo de vela y la espadilla de gobierno. Aproximadamente de la misma época, 3.100 a.C., data la primera representación conocida de una vela de tela (abajo), hallada en un vaso de Nagada.

La primera constatación de los efectos de la fuerza del viento como energía impulsora sobre un flotador la tuvieron los primeros hombres que se aventuraron a navegar sobre troncos y armadías: al ponerse de pie en un día de viento, comprobaron que la incidencia del aire sobre el propio cuerpo desviaba el flotador en la dirección de éste. Ante semejante experiencia, no debieron tardar en utilizar ramas, que al levantarlas con los brazos, permitían acelerar el transporte cuando el viento soplaba en la misma dirección. También, a la inversa, aprendieron que debían tenderse sobre sus rudimentarias naves para ofrecer la menor resistencia al avance cuando el viento soplaba en la dirección contraria. Las primeras velas egipcias debieron nacer de la continua observación del comportamiento de los vientos y los regímenes térmicos en el valle del Nilo. Se instalaron velas, indistintamente, en barcos de papiro y en los nuevos de madera. Eran cuadradas y fabricadas de algodón, y se aparejaban en un palo desmontable mediante contrapesos que se situaban cerca  de la proa. Se largaban desde una verga orientable mediante un sencillo par de brazas. Una característica básica de estos primeros veleros y de la mayoría de las embarcaciones fluviales egipcias posteriores, era su palo abatible. Cuando soplaban los vientos del norte, dominantes en primavera y verano, el palo se arbolaba y la vela se desplegaba para ascender a contracorriente pero a favor de viento; luego, con el barco cargado, se abatía el palo y se descendía a favor de la corriente, ya que este tipo de vela era incapaz de trabajar con vientos contrarios. Los recorridos oscilaban entre los 400 y los 1600 km; algunas eran, pues, auténticas expediciones que duraban estaciones enteras y que provocaron la aparición de los primeros puertos fluviales.

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